dimarts, 30 d’agost del 2016

Tanta era la intimidad, la privacidad, que no sabíamos nada los unos de los otros.
Con los años nos íbamos sorprendiendo de las cosas que se colaban como hormigas por las rendijas que se nos olvidaron cerrar.
Mi abuela tenía demasiada confianza en que sus cajones no se abrieran por manos que no fueran las suyas, como una suerte de mobiliario adiestrado...pero eso no era así.
Mi prima y yo nos sorprendimos más de una vez mutuamente revolviendo en silencio extremo los rincones de cada calcetín de mis abuelos, encontrando fotografías secretas, cigarros secos, bragas demasiado negras.
Lo mismo era para ellos, eso de que nos criaran nunca les dejó de incomodar.
Una tarde no volvimos a la hora a la que siempre llegábamos a casa, me los puedo imaginar pensando donde podríamos estar, mirándose, interrogándose a ver si alguno sabía algo que el otro no supiera al respecto de nuestras vidas.
Nunca entendieron nada, ni siquiera cuando sonó el teléfono, y un funcionario de la policía les dijo que estábamos detenidas y que nos acusaban de muchos, varios, y rocambolescos delitos.
Con mucho dinero y sorpresa nos sacaron de allí juntos, juntas; entramos al coche y no nos dirigieron la palabra. No preguntaron el porque de nada, nuestras decisiones éticas, nuestras ganas de acabar con su sistema...nosotras tampoco les preguntamos nada, ni siquiera les dimos las gracias, la verdad es que no necesitábamos ser salvadas, sabíamos donde estábamos y porque.
Lo que si sabíamos, es que ellos entendieron que su sospecha fue siempre acertada, vivían con el enemigo, lo habían criado.

Dicotomías familiares.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada